domingo, enero 30, 2011

Footing en calzoncillos



El hotel estaba en llamas. Llegaron los bomberos y el follón se fue intensificando. Por eso habíamos ido perdiendo protagonismo, cosa que era de agradecer, pero el caso es que seguía sin aparecer ningún taxi, y la cólera de Yasuko iba en aumento.
-Si para algún taxi, yo me subo en él.
Me quedé sorprendido.
-¿Y eso? Dejarás que suba yo también, ¿no?
-No quiero –gritó Yasuko-. Si vuelvo directamente a casa de esta guisa, podría despertar sospechas, así que me pasaré por casa de unas amigas para que me presten algo de ropa. Mi marido todavía estará trabajando, pero en mi casa puede que esté mi suegra o los niños.
-Pero, ¡mujer!, déjame al menos que vaya hasta la casa de tus amigas.
-Que no. Si la gente ve a un hombre en ropa interior dentro de un taxi, ya la hemos hecho buena.
¡Mira que hay mujeres desalmadas! En ese momento me acordé de una compañera de clase de secundaria que una vez me maltrató de una manera despiadada.
El vientre me empezaba a tronar de nuevo, y tenía dificultades para aguantar mis necesidades. Me quede mirando fijamente la cara de Yasuko.
-Oye, ¿tu no tienes retortijones?
-¿Por qué lo dices? –Ella seguía mirando a la calzada.
-Yo diría que me han sentado mal las gambas.
-¿Ah, sí? Pues yo estoy muy bien. Es que he comido carne. –Tras decir esto, me arrancó la chaqueta que compartíamos y se la puso por encima-. Me la prestas, ¿verdad?
Yasuko se situó al lado de la acera. Justo en ese momento, un taxi que estaba dejando a un cliente abrió la portezuela trasera. Yo estaba mirando fijamente a Yasuko, así que no me di cuenta de que ella, al parecer, no había perdido la oportunidad de salir precipitadamente. En un periquete se sentó en el asiento de atrás y le dijo algo al chofer.
-¡Ay va! ¡Espera! ¡Déjame subir! –dije tras quedarme atontado durante unos instantes, para luego ponerme a correr precipitadamente por la acera.
La puerta del taxi se cerró y salió pitando.
¡Dios mío! –Dije gritando, y empecé a perseguir al taxi sin pensar en nada-. ¡La cartera! Yasuko, ¡devuélveme la cartera, por favor!
Me la había dejado en el bolsillo de la chaqueta, y la calderilla la tenía en un bolsillo de los pantalones. Mi casa se encontraba en las afueras, a una hora y media en tren desde donde estaba, y, como es obvio, no podía volver caminando. Yasuko, que estaba sentada en el asiento trasero del taxi, no volvió la cabeza, y yo, mientras gritaba: <<¡Vuelve aquí!>>, <<¡Regresa!>>, <<¡Al ladrón!>>, etcétera, seguía persiguiendo el coche, que cada vez se alejaba más. Para colmo de males, se fueron sucediendo los semáforos en verde y, como había hecho el amor tres veces seguidas, en breve me quedé sin fuerzas en las rodillas, así que tropecé y me quedé acuclillado al borde de la acera.
¡Noooooooooo!
¡Qué situación tan penosa! Bajo un cielo invernal, en ropa interior y con una horrible diarrea, sin blanca y allí tirado en medio de la ciudad: una auténtica pesadilla. No me quedaba otra que esperar sentado haciendo frente a la vergüenza.
Grité como un loco y me puse de pie. Los excrementos, furiosos, estaban a punto de estallar. A mi alrededor había varias decenas de peatones mirando, y entre ellos un tipo que se estaba riendo a carcajadas. Si me ponía a evacuar en un sitio como aquél y alguien me reconocía, se montaría una buena. Estaba claro que me despedirían del trabajo. Por mucho que en un principio pudiera parecer un vagabundo, lo cierto es que yo era un tipo apuesto con la tez blanca que llamaba la atención de la gente. Además, como iba a tener una cita amorosa, ese día me había puesto una camiseta y unos calzoncillos finos de un color muy elegante y, en especial, llevaba un estilo de peinado reluciente, a la última moda, con lo cual me podían tomar por marica. Mientras, fingiendo calma, murmuraba cosas a la gente como <<¡no me mires indiscriminadamente!>>, me dispuse a entrar en un callejón.

En cuanto lo hice, eché a correr. Las ganas de evacuar eran ya insoportables, y mis tripas se encontraban al límite. Evitando el gentío, sin dejar de correr por el callejón, me metí la camiseta por dentro de los calzoncillos, intentando parecer un corredor de footing. Ahora bien, por mucho que lo intentara, era evidente que no parecía que estuviera haciendo footing, y eso se podía juzgar objetivamente al observar a los transeúntes con los que me encontraba en las callejuelas, que se quedaban helados al verme y se retiraban atónitos dando un salto.

Si seguía por esta callejuela, pensé, iría a parar a un parque que había en el recinto de un santuario. Allí habría algún lavabo público. Para esa situación no había mejor retrete. Con aquella pinta, era imposible meterme en el lavabo de un edificio o de una cafetería.

Por momentos sentí un dolor agudo en el contorno del recto, por lo que empecé a proferir alaridos mientras corría. Por fin, me fui acercando a la entrada del parque. Dos colegialas vestidas de uniforme, que estaban delante del parque y repararon en mis chillidos, se quedaron sorprendidas y paralizadas de miedo, y también se pusieron a chillar.

Por suerte, el parque estaba vacío. Empezaba a animarse por la tarde, con la llegada de las parejitas. Calmé la salida de los excrementos, que maquinaban abrirse paso por el ano de un solo golpe, y mientras intentaba distraerme a toda costa, entré corriendo en un lavabo público cuadrado de cemento que estaba escondido en una arboleda, al fondo del parque. Pero las puertas de los tres cubículos para hacer aguas mayores se encontraban en un estado lamentable. Los goznes estaban sueltos, no había cerraduras, y la tercera puerta ni siquiera existía. Como no tenía otra alternativa, me fui al lavabo de mujeres, que estaba al otro lado. Allí había un solo cubículo con cerradura, así que, aliviado, entré y cerré la puerta con pestillo. Bueno, lo de "pestillo" es un decir, ya que era más bien un precario alambre. En cualquier momento se podía desbaratar todo aquello.